Miraba el techo blanco de mi cuarto. Habían pasado un par de noches desde que vi a Eva por última vez, y no deseaba ir aquel frío parque a esperar que se apareciera de nuevo, como lo había deseado antes. No, después de lo que su supuesta amiga me dijo, no desde que la joven peliteñida de rojo me había hecho caer en cuenta: Yo no le gustaba a Eva y ella —para mi pesar—, sí, me gustaba, me gustaba mucho.
Así funcionaban las relaciones humanas, así funcionan las mujeres, cuando realmente guardas ese grado de esperanza, cuando guardas aquellas minuciosas posibilidades de que suceda algo —ya sea porque lo justifican ciertas acciones del pasado—, no sucede, nunca sucede, siempre termina así. Había olvidado aquella regla: Nunca esperes algo, o el simple deseo evitará que ello suceda.
Con la música de Zoe invadíendo mis pensamientos, cerré los ojos, y recordé ese rubio cabello, esos dulces labios con sabor a vino, menta, y cigarrillo me besaban, recordé ese momento en que pude acariciar su cuerpo sentado sobre el mío, sobre esa cama en la que ahora estaba recostado. Esa cama que nunca antes había sostenido tan bella mujer.
Cerré los ojos con más fuerza, y me entregué a la música. Como nunca antes lo había hecho. Quería hacerle el amor a la música. Canté:
«Regalame tu corazón, déjame entrar a ese lugar, donde nacen las flores, donde nace el amor —canté abriendo lentamente la boca, dejándome llevar por la música que inundaba cada centímetro de mi cuarto—... Moja el desierto de mi alma, con tu mirar, con tu tierna voz —imaginaba la boca de Eva con aliento de menta, y vino acercarse a la mía, mordiéndola suavemente—, con tu mano en mi mano —Eva me sujetaba fuertemente el cuello, y sus dedos se enredaban por mi cabello, su cuerpo se extendía por el mío—... Y entrégame esos labios rotos, que quiero besar, que quiero curar»...
El timbre volvió a resonar entre la casa. No quería abrir los ojos, quería seguir escuchando la música, quería seguir recreando a Eva en mi mente. Era la primera vez que lo hacía, podía sentirla. De nuevo el timbre sonó. Me levanté, suspiré decepcionado y bajé abrir la estúpida puerta.
«¡Coño! cuál es la intensidad».
Una mujer de cabello rojizo artificial me saludó con un emotivo movimiento de manos a través de la ventana.
«¿Lityth?».
Yo podría ser muy ingenuo muchas veces, podía ser torpe, e incluso a veces indiferente y frío, pero, que aquella joven de cabello teñido estuviese frente a mi puerta sin que yo le hubiese dado una indicación, sin que yo, ni siquiera le hubiese invitado, significaba una sola cosa: Esa misma que pensaría cualquiera que tiene la casa sola.
Abrí la puerta.
—Ojalá que no te moleste, pero quería hablar contigo —dijo sin saludarme. La observé sin más, sin responder, ese jean negro pegado a su cintura y sus piernas, que no eran para nada delgadas, y esa blusa de tiras blanca con escote que dejaba entre ver sus medianos senos, eran la única justificación que necesitaba.
En ese momento, Lilyth, la peliteñida de rojo, y amiga de Eva, era la prueba contundente de que podía ser más hombre, de que no era frágil... era la prueba que necesitaba para demostrarle a la vida que había aprendido, que no iba a dejar pasar más oportunidades.
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