Odiaba como miraba a mi marido, como le ponía sus sucias manos de victima sobre el hombro, como era capaz de mirarle a los ojos; odiaba más aún que no me respetara, que no me tuviese miedo. Yo, la mujer de los sueños de aquel hombre que ahora ella contemplaba. ¡Idiota mujer, que ha de aparecer como un pichón de golondrina, malgastada y herida!
—¡Julia! —Grité a esa sucia mujer— . ¿No tienes que atender la ropa sucia? –la mujer me miró con obediencia y se fue directo a la cesta de ropa sucia. Mi marido, sin embargo, me miró con aires de decepción. ¡No estaba celosa!
Julia, así se llamaba esa perturbadora de hogares. La habíamos recogido en ese pueblucho de Dinamarca, su familia había sido asesinada por una rata. Literalmente, creo que le llaman, la peste negra. Sus harapos rotos y su cara sucia, me había conmovido en ese entonces. ¡Que estúpida y blanda fui, pero ya vera! Desde entonces, ha compartido con mi marido y conmigo, como si se tratara de una más de la familia. Se había dedicado a cuidar de la casa, en promesa de compensación por haberle salvado la vida. ¡Idiota mujer, si se salvo era porque no se había contagiado!
Ya estaba cansada de ella, y de sus acercamientos profundos con ese hombre que me idealizaba. No podía simplemente tener ojos para nadie más, pero no era su culpa, era un hombre más. La culpa era de esa mujer, de la que prontamente me iba a deshacer… Tome una hoja de papel, tinta y una pluma metálica. Le escribí una nota:
«Necesito hablar contigo. Debajo del puente de Thor, frente al rio sansemar, solo dime la hora. Confírmalo en otra nota, y cuidadosamente ponla en la planta marchita que hay a un lado del reloj del primer nivel.
»PD: Quema la nota en cuanto termines de leerla, no queremos problemas con Ralph».
Espere pacientemente su respuesta, que a pocas horas, ya estaba allí, en esa planta marchita que daba pena, nadie la veía, nadie miraba el reloj, por eso mismo, nadie atendió sus necesidades.
«Está bien. No sé para que tanto misterio a las ocho estará bien»
Robé el revolver que tenía mi marido en uno de los cajones del dormitorio. Por prevención lo guardaba allí. Fui hasta donde Javier, nuestro jardinero. Nuestro apuesto Jardinero. Uno de esos Jardineros que haría lo que fuese por una princesa como yo.
—Pásate a eso de las ocho y quince, y recoge lo que acordamos —le dije empleando mi voz más seductora.
—Estaré puntual —contestó.
Ya eran casi las ocho, faltaban diez. Caminé hasta el puente, contemplé el mar. Bajé las escaleras y esperé pacientemente a que Julia escuchará. Tendría que escucharme, a qué sí. Tendría que hacerlo.
—Qué es lo que pasa mi señora —interrumpió ella cuando llego. Siempre con esa estúpida voz de mosquita muerta—. No entiendo para que esto…
—¿Quemaste la carta?
—Sí, lo hice mi señora.
—Deja de llamarme así estúpida. Crees que no me he dado cuenta, crees que no veo en tus ojos como deseas a mi marido —intentó interrumpirme para defenderse, pero la callé. Hoy no ibas a decir nada—. ¿Lo deseas tanto?, fue un error haber adoptado una idiota como tú. Una de esas putas que se la pasan saltando de cama en cama. ¡A qué sí!, a que te has follado al jardinero también ¡puta!.
—No tengo por qué escuchar esto —gritó, se tapó los oídos y corrió era el momento.
—¡Detente! —le grité.
Enseguida saque el revolver y le apunte. No, no ibas a quedar siempre como la victima estúpida criada. No hoy, hoy, la atención iba a ser solo para mí. Era solo cuestión de tiempo, y esperar a que Javier el jardinero apareciera, tomara el revolver, y se decidiera de él. Ya le había pagado, con mi propio cuerpo claro.
Estire mis manos, y cambié la posición del revolver, ahora, la punta me apuntaba a mi, y mi dedo gordo, se ajustaba al gatillo.
—¡¿Qué va hacer?! —gritó Julia.
—Asegurarme de que desaparezcas. Ya me doy cuenta, que vivir no vale la pena, pero que mejor forma de hacerlo, si te llevo conmigo a la miseria —jalé del gatillo y un arduo dolor penetro mi pecho. Miré abajo y contemple mi fina sangre manchando mi fino vestido. Era hermoso. ¿Estaba loca?, no. Era hermoso.
Caí al suelo, mi vista se nublaba y el dolor era soportable, tanto como ver el rostro de pánico de aquella idiota. Corrió como los cobardes. Eso era aquella mujer, una cobarde, huyo de la enfermedad y hoy, huye del crimen que cometió. Hacer infeliz a una hermosa mujer.
Llegó Javier, ya deliraba, no escuchaba nada. Lo veía mover la boca, desconsolado. Él pensó que todo se trataba de un error. Y con el último aliento que mi corazón deteniéndose permitió, le dije lo que tenía que hacer.
—Toma el arma… llévatela, y ponla entré su ropa… Ella, tendrá que pagar el crimen de hacerme infeliz.
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